jueves, 23 de julio de 2020

Neanderthales y Cromagnones


Nosotros y los otros
por Rosa MONTERO
Durante diez mil años, el hombre de Neanderthal y el de Cromagnón coincidieron sobre la Tierra. En este texto, la escritora española sugiere que la probable lucha fue el origen de una característica que aún persiste en nuestro material genético: la de aniquilar a nuestros oponentes.
Antaño se creía que los sólidos neanderthales eran antepasados nuestros, pero en las últimas décadas la paleontología ha conseguido avances formidables y hoy sabemos sin ningún género de dudas que eran nuestros primos. Esto es, somos dos especies distintas del mismo animal. Los neanderthales poblaron la Tierra durante casi el doble de tiempo que nosotros llevamos por aquí: aparecieron hace 200000 años y se extinguieron hace 30 mil. Nosotros, (es decir los Cromagnón), surgimos en África hace unos 90 mil años, pero fue hace 40 mil cuando llegamos a Europa, donde nos encontramos con nuestros primos. Durante diez milenios, por lo tanto, compartimos el mismo espacio geográfico.
Con nuestro engreimiento y nuestra tradicional prepotencia, siempre hemos argumentado que el hecho de que solo existiera una especie humana (al contrario de las demás familias de animales, en las que las especies se multiplican) era una prueba más de nuestra maravillosa especifidad, de nuestra sublime diferencia con los demás bichos del planeta. Eso supuestamente demostraba que los humanos estábamos hechos a la imagen de Dios, que éramos los únicos seres provistos del alma (impreciso ectoplasma que vaya a saber qué es) y que, en definitiva, éramos los reyes indiscutibles y absolutos de la Creación.
Pero ahora, imagínese que maravilla, sabemos que hubo un tiempo en el que varias especies de homínidos compartieron la Tierra. Qué vertiginosa fascinación debía producir esa criatura espectacular que era casi igual pero que era distinta. Es incluso probable que mantuviéramos relaciones sexuales, pero no queda nada en nosotros del material genético de los neanderthales. De manera que nuestras especies no debían ser fértiles al cruzarse, o quizás engendraran híbridos estériles (una suposición conmovedora: qué solitarios y qué desgraciados debieron ser esos pobres individuos cruzados, si existieron).
Lo que si nos queda de nuestros peludos y robustos primos es la memoria mítica. En todas las sociedades humanas existen antiquísimas leyendas sobre criaturas grandes y feroces de rasgos desmesurados y abundantes melenas. Tienen diversos nombres, pero todos comparten los rasgos físicos de los neanderthales; son los gigantes clásicos, los trolls escandinavos, los bigfoot anglosajones o abominables hombres de las nieves... El rastro del temor que nos producían se detecta en todos esos cuentos. Eran seres monstruosos y peligrosos, eran el enemigo. Pero si se mira lo sucedido, los verdaderos peligrosos debíamos ser nosotros. Porque lo más probable es que acabáramos con ellos.
No se sabe por qué se extinguieron los neanderthales: su desaparición es uno de los grandes enigmas de la ciencia. No existe ninguna prueba fósil que confirme que los Cromgnón los extermináramos, pero aún así, como dice la eminente paleontóloga Meave Leakey, resulta inevitable imaginarlo: los neanderthales que se las habían arreglado para sobrevivir durante tanto tiempo, desaparecieron justo cuando nosotros aparecimos en el vecindario. De manera que es posible que nuestra especie tenga como acto fundacional el genocidio. A diferencia de las demás especies animales, que se las arreglan para coexistir (el lobo y el zorro no son precisamente amigos, pero pueden compartir el mismo monte), nosotros no paramos hasta aniquilar a nuestro oponente. Esa crueldad innecesaria, esa ferocidad sin tregua ni paliativos nos hace ser sin duda una especie única y distinta, pero solo porque padecemos una patología mental.
¡Pero si incluso nos exterminamos a nosotros mismos por mínimas diferencias de color de piel o de costumbres o religión! Si ahora mismo estamos enloqueciendo una vez más y demonizando a esa mitad de la Humanisdad que cree en Mahoma (al igual que ellos demonizan a occidente) ¿Qué no le habremos hecho a los neanderthales, que eran de verdad algo distintos? Tal vez la historia primordial de Caín y Abel recoja en última instancia esa matanza primera, el pecado original de haber acabado con otra especie, la marca infamante e indeleble del asesino. Así nos va. Somos unos animales enfermos y dañinos.

La española Rosa Montero es periodista y autora de novelas como La hija del caníbal.
este artículo apareción en la revista dominical Viva del diario Clarín.